IGLESIA SAN FRANCISCO DE LA MONTAÑA SANTIAGO- VEraguas.
Para el visitante
casual, es un modesto poblado de gente dedicada a los trabajos del campo, con
hermosos balnearios, una brisa deliciosa que baja de las montañas y una iglesia
antigua en la que reposan más de cinco mil piezas talladas a mano en las
maderas más preciosas de la región y alojadas en los altares barrocos más
antiguos del continente, algunos pintados exquisitamente, otros forrados en
láminas de oro. La Parroquia mide apenas 26 metros de largo por 12 de ancho y
atrae cada año a cientos de turistas y visitantes, deseosos de contemplar sus
nueve espectaculares altares, su púlpito de madera tallada y conocer así, un
poco de nuestra historia e identidad.
Los documentos
históricos nos permiten saber que la primera iglesia de San Francisco de la
Montaña se empezó a construir en el año 1630 por Fray Adrián de Santo Tomás,
cuando San Francisco era apenas un conjunto de chozas de paja que contaba con
una población de 30 indígenas. Pero el poblado fue creciendo. En 1691, ya tenía
50 habitantes. En 1736, era un pueblo grande de más de 100 casas y 800
habitantes. En el año 1756, tenía 2,277 habitantes, dos curas, un sacristán
mayor, siete notables con sus familias, 33 esclavos, 28 pobladores españoles y
mestizos, y 208 familias indígenas. Se presume que fue en el año 1773 que se
empezaron a construir los altares barrocos y que el periodo de esplendor de la
iglesia llegaría probablemente entre 1864 y 1865, año en el que San Francisco
de la Montaña llegó a convertirse en la capital de Veraguas, en virtud de una
ley impuesta por el Coronel Vicente Olarte Galindo. A pesar de su limitada
población y lejanía de los principales centros urbanos, San Francisco de la
Montaña destacaba por la fertilidad de sus tierras y por su cercanía a las
ricas minas de oro veragüenses. La iglesia católica mantenía enormes campos de
cultivo en esta área, así como varios cientos de cabezas de ganado. Los altares
de la iglesia fueron ideados como un libro abierto con los que se trataba de
impresionar a los nativos y adoctrinarlos en la fe. Y es que San Francisco de
la Montaña no es un sitio cualquiera. Lugar hermoso de noches perfectas, donde
la sabana se besa con la cordillera, fue construido sobre una historia
fascinante que no ha sido aún escrita. Los altares de la iglesia,
confeccionados en madera fina y por partes cubiertos en oro de 23 kilates,
presentan escenas bíblicas, efigies de santos, soportes, dragones y follaje
abundante. Estos son: el Altar Mayor, el Altar de Santo Cristo, el Altar de San
José, el Altar de la Purísima, el Altar de Las Ánimas, el Altar de Santa
Bárbara, el Altar de la Virgen del Rosario y el Altar de San Antonio. Cada uno
es más bello que el otro.
El sitio donde se
ubica la comunidad y su templo pertenece a una región húmeda y selvática, cuyos
fenómenos pudieron influir en las lluvias y nacimiento de abundantes cursos de
aguas que dan el nombre de veraguas.
La capilla Bautismal
hace esquina entre la puerta central y la puerta este. Dentro de ella hay una
espectacular pila bautismal tallada en piedra con la fecha esculpida de 1727.
En un nicho, dentro de esta capilla, se encuentra una talla en madera de San
Juan bautizando a Jesús con sus pies dentro de un río.
Hace un par de siglos
capital del Ducado de Veraguas, San Francisco de la Montaña fue fundado
formalmente en 1621 por el sacerdote Gaspar Rodríguez y Valderas, aunque la
verdadera fecha de su origen se ha perdido para siempre. Región muy rica en el
oro codiciado por los españoles que se acercaron al sitio en 1501 y que durante
más de cien años fueron derrotados una y otra vez en batallas que jamás serán
contadas y de las que sólo quedan los nombres legendarios que se han repetido
por generaciones, como ese del jamás vencido cacique Urracá.
Resultado del
encuentro entre América y Europa, ubicado en la provincia en la que nacieron
algunas de las tradiciones que nos definen hoy como nación, conserva un rico
legado indígena y español: altares churriguerescos en la iglesia desde los que
nos observan infinidad de rostros indígenas tallados hace más de trescientos
años; sofisticados quesos y tradicionales postres en los que los frutos más
autóctonos son mezclados de forma original con las especias más exóticas;
amplios ríos cuyas aguas todavía llevan el oro que lavan de las montañas en las
que nacen; y una historia que se escucha, si se presta suficiente atención, en
las formaciones rocosas en los balnearios, en las esquinas dormidas del pueblo
colonial, en el murmullo del viento que pasa y deja una huella imborrable.
Durante muchos años se
ha especulado sobre las razones que llevaron a los colonizadores españoles a
construir un templo tan elaborado en un poblado tan remoto.
En su momento, la
doctora Reina Torres de Arauz llamó a esta iglesia “un prodigio de
manifestación estética y fe cristiana” y se preguntaba “cómo era posible que se
hubiera producido en este apartado rincón de la geografía istmeña”.
Hay quienes aseguran
que en realidad no es una iglesia, sino una capilla privada construida en los
terrenos de un rico hacendado. Pero la verdad es que hay numerosos testimonios
escritos que explican perfectamente la razón de ser de esta iglesia.
Aunque en el año 1937
la iglesia fue nombrada “Monumento Nacional” y se realizaron algunos esfuerzos
por conservarla, reconstruyéndose
algunas de sus ya
ruinosas paredes, las obras no estuvieron bien hechas y, en la madrugada del 2
al 3 de noviembre del año 1944, la torre del campanario se derrumbó. El resto
de la iglesia hubiera seguido el mismo triste destino, de no haber sido por la
intervención de la doctora Reina Torres de Araúz, que se esforzó por la
restauración de la misma. Parte de esto nos contó amablemente una joven que
sirve de guía y explica una a una las obras talladas y pintadas en la capilla.
Cada imagen que llamaba nuestra atención era explicada pacientemente por la
joven, quien nos contó que la iglesia aún sigue usándose para algunas misas, lo
cual es peligroso e inaudito pues esto produce un desgaste del patrimonio. Nos
habló acerca de una pintura que fue robada hace más de 30 años y aún no ha sido
recuperada, pero guardan el espacio intacto por si algún día la recuperan. Al
contemplar el maravilloso ejemplo de arte barroco popular americano constituido
por el conjunto de altares, retablos y púlpito de la pequeña iglesia del siglo
XVIII, uno no puede menos que preguntarse cómo fue posible que se produjera en
este apartado rincón de la geografía istmeña tal prodigio de manifestación
estética y de fe cristiana. Hoy, recuperados los altares para nuestro
patrimonio histórico, nos quedan como testimonio de ese estilo de vida, que
aquí en América adquirió tonalidades de indigenismo y criollismo. De esta
forma, el templo se convierte en un verdadero relicario por las joyas que
guarda. Aquí la sensibilidad aborigen quedó marcada en hondos caracteres sobre
los moldes del barroco español, como productos se un auténtico mestizaje
artístico.
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